“La
transparencia, el acceso a la información pública y las normas de
buen gobierno deben ser los ejes fundamentales de toda acción
política. Sólo cuando la acción de los responsables públicos se
somete a escrutinio, cuando los ciudadanos pueden conocer cómo se
toman las decisiones que les afectan, cómo se manejan los fondos
públicos o bajo qué criterios actúan nuestras instituciones
podremos hablar de una sociedad crítica, exigente y participativa”.
Así
es como comienza la ‘exposición de motivos’ del proyecto de Ley
de Transparencia, aprobado el 27 de julio del pasado año y publicado
en la web del Ministerio de la Presidencia. Con este texto que
prometía convertirse en ley parecía que España, uno de los pocos
países europeos que no cuenta con una ley de acceso a la
información, avanzaría hacia un gobierno más abierto y
responsable. Sin embargo, todo ha transcurrido desde entonces con la
lentitud propia española cuando se trata de eliminar injusticias
como la corrupción y el abuso de poder.
Tras
las críticas recibidas, el gobierno de Mariano Rajoy anunció su
deseo de consultar el texto con otros grupos parlamentarios, y ahora
está previsto que una serie de expertos sigan teniendo
conversaciones sobre el asunto. Así, la realidad es que la Ley de
Transparencia se encuentra sumida en un ‘stand by’ de indefinida
duración.
Gürtel,
Bárcenas, Urdangarín… la corrupción en España está a la orden
del día y va escalando puestos en el ranking de asuntos que
preocupan a la ciudadanía. Una profunda y eficaz ley de
transparencia podría suponer la iniciativa legislativa más
importante desde la consolidación de la democracia, además de
indispensable para el sustento de ésta. Su falta ha sido el
principal instrumento de actuación de corruptos, y su aplicación
sería un importante elemento de participación ciudadana y de
calidad democrática.
La
ausencia de este tipo de legislación no sólo favorece la corrupción
sino que dificulta la labor de denuncia de la misma, alejando
inevitablemente a los ciudadanos de las instituciones. La
Administración jamás se han pronunciado ante cuestiones como
quiénes son los mayores deudores con la Seguridad Social, la
cantidad de ingresos desde la última amnistía fiscal o los sueldos
del personal de la televisión pública, a pesar de que estos
deberían ser datos públicos. Si algún español quiere saber
cuántas negligencias se han producido en su hospital más cercano,
cuántas estafas bancarias o robos en joyerías han tenido lugar o
cuántas violaciones se han sufrido en el último año, tampoco
podrá. El Ministerio del Interior, por ejemplo, cataloga también de
‘secreto’ los datos oficiales de los asesinados a manos de ETA o
el número de identificaciones que hace al año, tanto de inmigrantes
como de españoles.
Pero
lo cierto es que la transparencia contribuye a reducir la corrupción
sólo si se aplica con determinadas garantías, y este anteproyecto
de ley que tan discutido está siendo contiene muchos puntos dignos
de ser cuestionados. Para empezar, deja fuera a todo lo que no esté
sujeto a derecho administrativo, es decir, a la Casa Real, los
partidos políticos, los sindicatos y la patronal, el Congreso, el
Poder Judicial, el Tribunal de Cuentas, el Tribunal Constitucional,
el Defensor del Pueblo y un largo etcétera. Sin embargo, la primera
línea de la clase política parece transmitir su acuerdo con estar
vinculada al deber de transparencia. El
pasado 25 de enero, la vicepresidenta del Gobierno Soraya Sáenz de
Santamaría mostraba su opinión a favor de que se incluya a los
partidos políticos en la futura Ley de Transparencia cuando fue
preguntada por el tema en una rueda de prensa. Tan sólo tres días
más tarde, Alfredo Pérez Rubalcaba decía que estaba de acuerdo con
la número dos del PP en su entrevista en Los Desayunos de TVE. Irene
Lozano, diputada nacional de UPyD, manifestó también esos mismos
días que su partido estaba igualmente a favor de la inclusión, y el
vicesecretario de Organización del PP, Carlos Floriano, ha sido el
último en declarar su posición unos días más tarde: también está
de acuerdo. Entonces, si los partidos se muestran dispuestos a
someterse a la Ley de Transparencia, ¿por qué no lo hacen? ¿Cómo
dejar fuera de la ley a los políticos y órganos que legítimamente
pretenden participar en la mejora de la legislación si es
precisamente sobre ellos sobre los que hay que poner la lupa?
La
ley se guarda otros tantos ases en la manga. El primero, el secreto
administrativo negativo. Se entiende que la solicitud de información
habría sido denegada en caso de que el organismo consultado no
contestase, de manera que no ocurriría nada. La ley no incluye
sanciones en caso de incumplimiento. Además, el organismo de
supervisión propuesto no es otro que el Ministerio de Hacienda y
Administraciones Públicas, de modo que no sería un ente
independiente el que juzgase a la hora de decidir sobre los
conflictos.
Que
España necesita incluir esta norma en su legislación es una
obviedad. Para castigar la corrupción es indispensable la acción
judicial contundente, pero para prevenirla sólo podemos valernos de
una transparencia válida que promueva el carácter crítico de la
ciudadanía y la honradez de aquellos que ostentan el poder. Si el
texto actual, con vista a ser aprobado, no es profundamente
modificado, es muy probable que tan sólo sirva para maquillar la
corrupción con una capa de palabrería liberal muy poco
transparente.
Isa
Perla
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